Mi pueblo me quiere, creo que ellos se sienten identificados conmigo, tal es su vida austera y triste, en una Castilla infecta de enfermedades y hambre, tras este maldito y largo tiempo de sequía. Hartos están ya los pobres de conflictos políticos y “nobles” intereses de poder... cansados de luchar contra las epidemias, sin nada que comer, mientras unos y otros intentan llevarles a su terreno, manipulándoles a su antojo, desposeyéndoles de lo poco que ya tienen y hundiéndoles aún más en la miseria.
Es curioso, mi padre también me amaba… o eso creía yo, que le adoro, pero cuantas más muestras de apoyo recibo de mis siervos, en tan duros momentos, más aflora el miedo en sus actos. Las batallas entre él y mi ahora enfermo esposo me resultan cruentas. Jamás pensé que tuviera que mediar entre ellos, jamás pensé que tuviera que “aclarar” a mi padre cual era la situación del reino, cosa que en mi difunta madre no me habría sorprendido.
Tan parecida me encontraba ella a mi abuela que creo que jamás dudó de mi locura. Nunca me vió desde un prisma, ya no digo maternal, simplemente femenino. ¿Acaso ella no fue mujer? ¿Acaso nunca padeció de amor? ¿Sabría la Reina lo que era amar? Pero a mis oídos, como a los suyos, también llegan rumores (malditas lenguas) que hablan de amor, de celos, de lágrimas sin consuelo, de noches sin sueño, de celos y de locura por un hombre… mi padre. Yo sigo creyendo que su primordial afecto era a su reino, que no sus siervos, muy por encima de ella misma… ¿Qué podrían esperar sus hijos?
Pero lo de “estos dos”… uno, ya hace tiempo que busca mi incapacitación, mi “querido” padre. El otro… mi “amadísimo” esposo, he sabido recientemente, pretendía encerrarme. Tan pequeña le resulta la Corona de Castilla que no ha de compartirla con nadie, sólo su enfermedad ha frenado sus pretensiones. Las conjuras a las que me veo sometida, por ambas partes, las mentiras y agresiones, empiezan a fijar en mí una repulsión infinita a la toma de cualquier decisión política, no quiero convertirme en un perro rabioso, sediento de poder a cualquier precio. Sé que eso facilita su trabajo de cara a las Cortes, sé que no estoy ayudando mucho a mis, ya pocos, defensores, pero a veces el sufrimiento es tan profundo que no me deja ver más allá de él y me envuelve en su burbuja enajenándolo todo. El que conozca de cerca a este personaje de tristeza y destrucción, sabrá bien de qué estoy hablando.
A veces, sí es verdad, tengo la necesidad de poner las cosas en su sitio, muy a pesar del cansancio que me vence… ¿Flaqueo por amor? Bien sé que mi esposo no es el Rey que necesitan mis súbditos, no conoce sus costumbres, no respeta su cultura, sus gentes le parecen simples y beatos. Un extranjero libertino, déspota e inculto, que no ve en Castilla más que una fuente de ingresos para las arcas de su linaje, no del mío. Pero sus pretensiones son legítimas, pues es el esposo de la Reina de Castilla. Lo cierto es que haría cualquier cosa por retenerlo a mi lado… cualquier cosa… compartir mi trono, aunque él se empeñe una y otra vez en demostrar mi demencia… aún en contra de los intereses de la Corona y de los deseos de mi padre.
Es curioso, mi padre también me amaba… o eso creía yo, que le adoro, pero cuantas más muestras de apoyo recibo de mis siervos, en tan duros momentos, más aflora el miedo en sus actos. Las batallas entre él y mi ahora enfermo esposo me resultan cruentas. Jamás pensé que tuviera que mediar entre ellos, jamás pensé que tuviera que “aclarar” a mi padre cual era la situación del reino, cosa que en mi difunta madre no me habría sorprendido.
Tan parecida me encontraba ella a mi abuela que creo que jamás dudó de mi locura. Nunca me vió desde un prisma, ya no digo maternal, simplemente femenino. ¿Acaso ella no fue mujer? ¿Acaso nunca padeció de amor? ¿Sabría la Reina lo que era amar? Pero a mis oídos, como a los suyos, también llegan rumores (malditas lenguas) que hablan de amor, de celos, de lágrimas sin consuelo, de noches sin sueño, de celos y de locura por un hombre… mi padre. Yo sigo creyendo que su primordial afecto era a su reino, que no sus siervos, muy por encima de ella misma… ¿Qué podrían esperar sus hijos?
Pero lo de “estos dos”… uno, ya hace tiempo que busca mi incapacitación, mi “querido” padre. El otro… mi “amadísimo” esposo, he sabido recientemente, pretendía encerrarme. Tan pequeña le resulta la Corona de Castilla que no ha de compartirla con nadie, sólo su enfermedad ha frenado sus pretensiones. Las conjuras a las que me veo sometida, por ambas partes, las mentiras y agresiones, empiezan a fijar en mí una repulsión infinita a la toma de cualquier decisión política, no quiero convertirme en un perro rabioso, sediento de poder a cualquier precio. Sé que eso facilita su trabajo de cara a las Cortes, sé que no estoy ayudando mucho a mis, ya pocos, defensores, pero a veces el sufrimiento es tan profundo que no me deja ver más allá de él y me envuelve en su burbuja enajenándolo todo. El que conozca de cerca a este personaje de tristeza y destrucción, sabrá bien de qué estoy hablando.
A veces, sí es verdad, tengo la necesidad de poner las cosas en su sitio, muy a pesar del cansancio que me vence… ¿Flaqueo por amor? Bien sé que mi esposo no es el Rey que necesitan mis súbditos, no conoce sus costumbres, no respeta su cultura, sus gentes le parecen simples y beatos. Un extranjero libertino, déspota e inculto, que no ve en Castilla más que una fuente de ingresos para las arcas de su linaje, no del mío. Pero sus pretensiones son legítimas, pues es el esposo de la Reina de Castilla. Lo cierto es que haría cualquier cosa por retenerlo a mi lado… cualquier cosa… compartir mi trono, aunque él se empeñe una y otra vez en demostrar mi demencia… aún en contra de los intereses de la Corona y de los deseos de mi padre.