Aquella luna era mágica, tan grande y blanca, parecía querer romper en el cielo negro de mi tierra convirtiéndose en mil pequeñas estrellas que lo iluminarían todo. No podía dejar de mirarla, me atraía tanto que ni la presencia de él podía distraer mi mirada absorta. Asomando entre los eucaliptos cerrados y oscuros de aquel bosque inanimado aparentemente, jugando al escondite conmigo, provocándome, gestionando mil recuerdos de leyendas antiguas que hablaban de Santas Compañas, hombres lobos y meigas. Acompañada por otros mil sentidos distintos, olores a un océano próximo, al verde húmedo de los helechos, el calor de una mano amiga en la tuya en contraste con la suave y fresca brisa nocturna, que movía los árboles, el sonido de la tierra que se estremecía con cada uno de nuestros pasos, mientras nos adentrábamos en aquel laberinto oscuro.
Me sentía tan pequeña en aquel sitio, tan desprotegida que apreté con más fuerza su mano, como si aquel acto pudiera salvarme de cualquier mal. No tengas miedo, me dijo, quiero que veas una cosa. Sí, un miedo irracional se apoderaba de mi mente con cada paso que dábamos, pero la fascinación que inundó mi alma desde el mismo momento que baje del coche, podía más que él, dejándome avanzar por el camino.
Subimos una pequeña pendiente de arena húmeda, hasta lo que parecía un claro en el bosque, allí la luna no tenía donde esconderse y su luz nos dejaba ver algo más de lo que nos rodeaba. Una pequeña explanada semicircular, a un lado la masa arbórea que habíamos cruzado, al otro un escarpado acantilado y luego el mar. Restos de muros hechos de piedras de distintos tamaños y formas, en plantas circulares, pequeñas, semiexcavadas en el suelo, formaban lo que en otra época debió ser un asentamiento de alguna tribu. Me dijiste que nunca habías visto un castro celta, pues aquí tienes uno, comentó Iago, mientras mostraba una amplia sonrisa de satisfacción y orgullo, en la única vez que le miré a la cara durante aquella excursión… casi me había olvidado de él.
Un castro celta, repetí mentalmente mientras me soltaba de mi amigo y corría hacia los restos de la casa más cercana. Entré por donde en su día seguro había habido una puerta de madera que ahora alimentaba el suelo. A mi paso acariciaba las piedras de los muros y pensaba quienes podrían haber vivido en aquel lugar, quienes serían sus constructores, cómo podían ser físicamente, qué dioses adoraban, qué pensaban al despertar cada mañana en un lugar tan bello, cómo sería sus vidas, sus trabajos, sus comidas y cómo fue su final. Tocaba aquel granito como si él pudiera darme las respuestas, trasladarme a otra época y dejarme ver qué sucedió en ella. En teoría conocía bien aquella cultura, la había estudiado durante mucho tiempo… pero quería sentirla, tocarla, verla y aquello sería lo más cerca que estaría nunca de saciar mi curiosidad, por eso necesitaba empaparme de aquello y recorrí cada una de las casas, intentando ver todo, tocar todo, oler todo…
Cuando por fin me di por satisfecha alcé la vista hacia Iago, no hacía falta decir nada más, él sabía lo que sentía, lo que pensaba, había estado observando cada reacción, cada movimiento, cada mirada. Se acercó hasta donde estaba, lentamente como siguiendo un ritual, no quería romper el encanto provocado por aquel momento. Cuando la luz de la noche me lo permitió, puede comprobar que continuaba con aquella misteriosa sonrisa que me decía, lo sabía… sabía lo que harías… sabía lo que pensarías… sabía lo que sentirías… Cuando le tuve a mi lado, no sin esfuerzo, me colgué de su cuello y le abracé con todas la fuerza de la que era capaz durante no sé cuanto tiempo… ¡de nada! Susurró en mi oído.
Me sentía tan pequeña en aquel sitio, tan desprotegida que apreté con más fuerza su mano, como si aquel acto pudiera salvarme de cualquier mal. No tengas miedo, me dijo, quiero que veas una cosa. Sí, un miedo irracional se apoderaba de mi mente con cada paso que dábamos, pero la fascinación que inundó mi alma desde el mismo momento que baje del coche, podía más que él, dejándome avanzar por el camino.
Subimos una pequeña pendiente de arena húmeda, hasta lo que parecía un claro en el bosque, allí la luna no tenía donde esconderse y su luz nos dejaba ver algo más de lo que nos rodeaba. Una pequeña explanada semicircular, a un lado la masa arbórea que habíamos cruzado, al otro un escarpado acantilado y luego el mar. Restos de muros hechos de piedras de distintos tamaños y formas, en plantas circulares, pequeñas, semiexcavadas en el suelo, formaban lo que en otra época debió ser un asentamiento de alguna tribu. Me dijiste que nunca habías visto un castro celta, pues aquí tienes uno, comentó Iago, mientras mostraba una amplia sonrisa de satisfacción y orgullo, en la única vez que le miré a la cara durante aquella excursión… casi me había olvidado de él.
Un castro celta, repetí mentalmente mientras me soltaba de mi amigo y corría hacia los restos de la casa más cercana. Entré por donde en su día seguro había habido una puerta de madera que ahora alimentaba el suelo. A mi paso acariciaba las piedras de los muros y pensaba quienes podrían haber vivido en aquel lugar, quienes serían sus constructores, cómo podían ser físicamente, qué dioses adoraban, qué pensaban al despertar cada mañana en un lugar tan bello, cómo sería sus vidas, sus trabajos, sus comidas y cómo fue su final. Tocaba aquel granito como si él pudiera darme las respuestas, trasladarme a otra época y dejarme ver qué sucedió en ella. En teoría conocía bien aquella cultura, la había estudiado durante mucho tiempo… pero quería sentirla, tocarla, verla y aquello sería lo más cerca que estaría nunca de saciar mi curiosidad, por eso necesitaba empaparme de aquello y recorrí cada una de las casas, intentando ver todo, tocar todo, oler todo…
Cuando por fin me di por satisfecha alcé la vista hacia Iago, no hacía falta decir nada más, él sabía lo que sentía, lo que pensaba, había estado observando cada reacción, cada movimiento, cada mirada. Se acercó hasta donde estaba, lentamente como siguiendo un ritual, no quería romper el encanto provocado por aquel momento. Cuando la luz de la noche me lo permitió, puede comprobar que continuaba con aquella misteriosa sonrisa que me decía, lo sabía… sabía lo que harías… sabía lo que pensarías… sabía lo que sentirías… Cuando le tuve a mi lado, no sin esfuerzo, me colgué de su cuello y le abracé con todas la fuerza de la que era capaz durante no sé cuanto tiempo… ¡de nada! Susurró en mi oído.