El paso de los años había plateado sus cabellos. Hacía tiempo que no se miraba en otro espejo que no fuera el de las frías aguas del río cercano y en ellas había observado muchas veces la decrepitud de su cuerpo. Un tiempo inexorable que la había marcado físicamente, el mismo que había llenado su vida de golpes que cincelaron su alma. Pocas veces tenía tiempo para pararse a pensar pero hoy era un día distinto, se sentía extrañamente festiva, como si no hubiera nada que hacer ya en este mundo, como si ya lo hubiera hecho todo. Se sentó frente a la lumbre y recorrió su rostro con las manos, como un ciego intenta ver a un ser querido. Su piel frágil y suave se abría en surcos que marcaban cada uno de sus recuerdos, de su saber.
Ella había aprendido como lo había hecho su madre y antes de ella su abuela y mucho antes generaciones y generaciones de mujeres, una tradición oral que se basaba en el conocimiento y adoración de la naturaleza y sus dones. Costumbres politeístas heredaras de pueblos muchos más antiguos que aquellos árboles que la rodeaban, dioses que la proveían de todo lo que necesitaba, a veces irascibles y otras brillantes y calmados. Sobre todos ellos Gaia, Gea, Cibeles, o cómo cada civilización la haya denominado, para ella era la Diosa Madre, la Tierra, su única compañera, su protectora. Como había hecho durante toda su vida, al llegar el solsticio de primavera, acudía a un claro del bosque, donde se reunía con gente afín a sus creencias, quizás era el único momento del año en que se relacionaba con otros congéneres de una manera amable.
Madre Tierra, Diosa Luna y Dios Fuego se homenajeaban por igual durante algunas noches. Los cuerpos se desnudaban al calor del fuego, para poder mantener un contacto más estrecho con la Madre, se lavaban con cuidado para eliminar de ellos cualquier energía que pudiera perjudicarles. Formaban un círculo protector, representación otra vez de su diosa y de los cuatro puntos cardinales. La Luna bañaba con su luz la piel de los presentes y a través de ella su alma que quedaba purificada. Danzaban ritualmente alrededor del fuego, con movimientos que mostraban lo felices que eran por estar al lado de su amada Madre. Liturgias, tantos siglos repetidas, que se mantenían en secreto por la incomprensión de las gentes con las que mal vivían, en el mejor de los casos.
Pocos hombres se habían quedado a su lado, la soledad no siempre se hace entender. Aquellos que habían encontrado el valor de buscarla en sus días o en sus noches, la denostaban al momento siguiente… hacía falta mucho más valor para enfrentarse a sus conjuras morales. Las mujeres la odiaban y la temían al mismo tiempo, tan distinta era, pero también sabían dónde encontrarla cuando se les complicaba el parto de sus vástagos, cuando uno de sus pequeños caía enfermo o cuando, como locas, deseaban a un hombre que no las miraba. Sólo los más pequeños, de aquella sociedad viciada, la miraban a los ojos, sin miedos, sin perjuicios, hasta que sus familias se encargaban de crear en ellos los temores suficientes para que huyeran en su presencia.
Nunca había tenido hijos, fue una decisión íntima y muy pensada. Aquel desierto que era su vida le aplastaba a menudo, pero siempre había pensado que sería la última de su estirpe, no quería que nadie más tuviera que vivir como ella lo había hecho. Por su conocimiento de plantas, sabía cuales matarían las semillas mal plantadas de aquellos a los que había poseído. Necios que pensaban tomar de ella algo único, como ladrones nocturnos, pero que en realidad caían en sus redes como moscas en una gota de miel. Hubiera podido manipular sus frágiles voluntades a su completo antojo, pero ¿para qué? ¿Con qué fin? Por eso tomaba de ellos sólo lo justo y ofrecía lo deseado por cada cual en pequeñas dosis, de tal manera que saciara sin cautivar. A fin de cuentas, su bien más preciado era su libre albedrío y éste tenía un precio alto, la soledad.
Ella había aprendido como lo había hecho su madre y antes de ella su abuela y mucho antes generaciones y generaciones de mujeres, una tradición oral que se basaba en el conocimiento y adoración de la naturaleza y sus dones. Costumbres politeístas heredaras de pueblos muchos más antiguos que aquellos árboles que la rodeaban, dioses que la proveían de todo lo que necesitaba, a veces irascibles y otras brillantes y calmados. Sobre todos ellos Gaia, Gea, Cibeles, o cómo cada civilización la haya denominado, para ella era la Diosa Madre, la Tierra, su única compañera, su protectora. Como había hecho durante toda su vida, al llegar el solsticio de primavera, acudía a un claro del bosque, donde se reunía con gente afín a sus creencias, quizás era el único momento del año en que se relacionaba con otros congéneres de una manera amable.
Madre Tierra, Diosa Luna y Dios Fuego se homenajeaban por igual durante algunas noches. Los cuerpos se desnudaban al calor del fuego, para poder mantener un contacto más estrecho con la Madre, se lavaban con cuidado para eliminar de ellos cualquier energía que pudiera perjudicarles. Formaban un círculo protector, representación otra vez de su diosa y de los cuatro puntos cardinales. La Luna bañaba con su luz la piel de los presentes y a través de ella su alma que quedaba purificada. Danzaban ritualmente alrededor del fuego, con movimientos que mostraban lo felices que eran por estar al lado de su amada Madre. Liturgias, tantos siglos repetidas, que se mantenían en secreto por la incomprensión de las gentes con las que mal vivían, en el mejor de los casos.
Pocos hombres se habían quedado a su lado, la soledad no siempre se hace entender. Aquellos que habían encontrado el valor de buscarla en sus días o en sus noches, la denostaban al momento siguiente… hacía falta mucho más valor para enfrentarse a sus conjuras morales. Las mujeres la odiaban y la temían al mismo tiempo, tan distinta era, pero también sabían dónde encontrarla cuando se les complicaba el parto de sus vástagos, cuando uno de sus pequeños caía enfermo o cuando, como locas, deseaban a un hombre que no las miraba. Sólo los más pequeños, de aquella sociedad viciada, la miraban a los ojos, sin miedos, sin perjuicios, hasta que sus familias se encargaban de crear en ellos los temores suficientes para que huyeran en su presencia.
Nunca había tenido hijos, fue una decisión íntima y muy pensada. Aquel desierto que era su vida le aplastaba a menudo, pero siempre había pensado que sería la última de su estirpe, no quería que nadie más tuviera que vivir como ella lo había hecho. Por su conocimiento de plantas, sabía cuales matarían las semillas mal plantadas de aquellos a los que había poseído. Necios que pensaban tomar de ella algo único, como ladrones nocturnos, pero que en realidad caían en sus redes como moscas en una gota de miel. Hubiera podido manipular sus frágiles voluntades a su completo antojo, pero ¿para qué? ¿Con qué fin? Por eso tomaba de ellos sólo lo justo y ofrecía lo deseado por cada cual en pequeñas dosis, de tal manera que saciara sin cautivar. A fin de cuentas, su bien más preciado era su libre albedrío y éste tenía un precio alto, la soledad.
¡ Magnífico relato, lleno de fuerza, Ketty !. Detallas mucho y está lleno de realismo. Me gusta tu estilo. ¿ Vas a hacer algo en plan profesional ?.
ResponderEliminarGracias Manolo por tu palabras. No me lo planteo, hay veces que no se me ocurre absolutamente nada y, de repente, un día, porque ha llovido, estoy triste, o enfadada, o feliz, todo surge en media hora. Supongo que para mi esto es sólo una forma más de expresar mis sentimientos. Pero adoro que os guste.
ResponderEliminar¡ Pues si dispones de tiempo, te animo a dedicarte más de lleno a escribir !. Entiendo esos impulsos que comentas pero deberías tratar de buscar un tema que te entusiasme y narrar con asiduidad, un poquito cada día ó un poquito cuando sea, pero con constancia. Ya le comenté a Carlos Prieto tu blog y creo que ha entrado hoy o entrará en cuanto pueda. El también puede darte una buena opinión de tus relatos. ¡ Escribe más, anda !. Un beso para tí y para los papis.
ResponderEliminarPor cierto, ¿ donde resides ?.
Vivo en Arroyomolinos, Madrid, un poquito lejos de vosotros, por eso, cada dos por tres, tengo esos ataques de morriña. Pero voy tan amenudo como puedo a La Coruña y a Lugo, por eso espero que nos veamos pronto. Besitos y te haré caso.
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